Por María Isabel Chaves Acosta

Se ha apropiado de sus pisadas 

y las ha empeñado 

entre sus trepidantes  dedos,

esos que rezuman años.

Se anquilosa la seca memorabilia.

Ella se atavía de atardeceres, 

de dulces recovecos que exudan puro deleite.

Los golosos dedos transitan su propia faz,

los años han hecho su fatal trabajo;

pero eso ya no le importa.

Las yemas de los dedos surcan sus mejillas y labios 

aún rellenos de jugoso esplendor;

pasea uno, dos dedos entre sus labios 

y un jadeo casi silente evoca otros momentos.

Sus pechos, apenas cubiertos por la suave manta, 

conservan aún la carnosidad de otras décadas.

El festín entre pliegues, sudores y placeres a solas 

se retoma una y otra vez.

Teje al descuido su madeja de cabellos, 

los que alguna vez fueron totalmente oscuros; 

eso a ella ya no le importa.

Aquellas manos retoman el vuelo,

danzan la tonada de las pieles sedientas;

lo demás a ella ya no le importa.

Fueron varios sus amados amantes, 

armados y andantes, 

olvidados y olvidadizos.

Esos, a ella, ya no le importan.

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