Por Myrna Almada
“¡Yo soy la resurrección de Cristo!” Proclamó desde las alturas de la antena repetidora aquel incansable hombre, haciendo ademanes con increíble aspaviento.
“¡Y moriré para salvarles a todos!”
Para entonces, ya había una cantidad inmensurable de espectadores que veían estupefactos y en mutismo el melodrama.
Ejercían un agresivo dominio del área: policías, noticieros y bomberos; tratando de convencerle de bajar al piso llano, para después calzarle una camisa de fuerza y hospitalizarlo sin siquiera estimar el escuchar su utópico proverbio de paz.
“¡Salta aquí!”, gritaban en un alarido simultáneamente policías y bomberos, que habían instalado un grueso colchón de aire, donde, esperanzados, planeaban cayera el seudo salvador, para proteger su cuerpo de la brutal caída.
“¡Insensatos!”, gritó aquel mesías al ver el modo inconsciente y descabellado con que en sus aires de superioridad truncaban su místico objetivo.
Subiendo por la escalerilla de la torre, un bombero con instintos heroicos, se disponía a sujetarle para evitarle el estúpido crimen que iba a cometer al suicidarse, pero el errado nazareno tenía una misión concreta que cumplir, así que inducido por la iluminación -tal vez imaginaria digna de su estirpe-, dio unos pasos a su costado para evitar su compleja salvación y saltó precipitándose al suelo, quedando como un Cristo roto y cumpliendo un milagro que nadie había pedido.
La entonces fervorosa muchedumbre, los cuerpos de auxilio y los reporteros, sustituyeron su rostro de incredulidad a la osadía de un redentor sarniento, por una mueca afligida de remordimiento.
En pocos minutos se habría restablecido el orden y limpiado la escena. En pocos días la noticia se habría sepultado en polvo, pero, en las personas que estuvimos ahí, quiero creer que debe haber habido algún tipo de transmutación que durará el resto de nuestra vida, que compensará el sacrificio de un Jesús que no quisimos escuchar, que nos permita coexistir en esta nuestra invención del mundo.
Por mi parte, aún sigo retraído en la pregunta: ¿Qué clase de padre manda una y otra vez a sus hijos a morir, para salvar a una multitud que no se lo merece?