Por Amelia Apolinario
Esa mañana había llovido y la tierra era una pasta sobre el ataúd.
—¿Papá se quedará ahí?—quiso saber la hija más pequeña.
—Papá va a un mejor lugar, Lukashenka.
—¿Y qué lugar es ese al que no podemos ir nosotras, mamá?
—Al cielo.
—¿Y por qué Dios no nos quiere allí?
La mujer observó el montón de tierra en el que los sepultureros no se esforzaron mucho.
—¿Qué me dices siempre que vienen los primos?
—¡Que quiero que se vayan y no vuelvan hasta que sean grandes! —la niña se tapó las orejas con las manos— ¡Lloran mucho!
—Así mismo dice Dios de nosotros, Lukashenka: solo quiere vernos cuando estemos grandes.
—Papá no es viejo. Viejo es el abuelo Ethya. ¿Por qué Dios no lo quiso a él?—preguntó la hija mayor.
La mujer quiso responder una grosería: porque a Dios no le sale de sus gordos cojones llevarse al abuelo Ethya, porque Dios es un imbécil que se lleva a los jóvenes y nos deja a los viejos. Porque a Dios no le importan los que se quedan…Miró al cielo, cubierto de nubes: Porque Dios ni siquiera se atreve a mirar las cosas que hace.
—No hables así, mujer.
—¿Y qué quieres que diga, Poshlya? En estos tiempos es una bendición ser ciego como el vecino. A esta hora debe estar en su cama mientras tú…
—Pobre hombre. ¿Sabes que se ofreció a hacerse cargo de ustedes mientras no estoy?
—¡Vaya protección tendremos!—la mujer puso los ojos en blanco—. ¡Todavía estamos a tiempo, Poshlya! ¡Todavía podemos huir!
—¿Qué dices, mujer? ¿Quieres que sea un traidor?
—¡Cualquier cosa menos un héroe!—espetó ella.
—No voy a dejar que me maten. No soy tonto. Los militares no van a ponernos al frente. Los reclutas estaremos en la retaguardia, si es que vamos a pelear. Lo más probable es que nos dejen en las bases planchando uniformes. Ninguno tiene entrenamiento.
—Como si eso hiciera falta para ir a una guerra. ¡Las balas matan, Poshlya! ¡Matan sin mirar rangos!
—¡Te digo que no moriré, mujer! ¡No moriré!
—Porque el papá es más divertido—dijo Lukashenka—. ¿Quién quiere una visita del abuelo Ethya: gruñón y tacaño? ¡Al abuelo Ethya le apestan los pies!
—¡Y nos castiga! Papá no—dijo la mayor.
La mujer miró nuevamente la sepultura y quiso ir junto con él. Pensó que las niñas estarían bien: la mayor sabría orientarse hasta llegar a casa y entre el abuelo Ethya y el vecino ciego las cuidarían. El vecino ciego, pensó, torciendo la boca con disgusto. Aquel hombre se hizo cargo del entierro. Deberías haber sido tú y no él, le dijo, arrancándole el bastón de las manos cuando fue a consolarla. Estúpido, lloró al recordar la última noche con su marido:
Poshlya abrió los ojos y lo último que vio fueron unas tijeras.
—¡Mis ojos, mis ojos…!
—¡No quiero que seas un maldito héroe!