Por Heidy Stefanny Rodríguez Perdomo

Esta es la historia de una mujer promedio de 40 años que vivía en una familia considerada “normal”. Estaba casada desde hacía 20 años, tenía 3 hijos, y para muchos, su vida parecía perfectamente normal, pero nadie conocía lo que sucedía tras puertas cerradas. Hoy les contaré la historia de Carmen.

Carmen conoció a Antonio a los 18 años, un joven lleno de sueños y amor. Después de dos años de amistad, se convirtieron en pareja, pero su relación se complicó cuando quedó embarazada después del primer mes juntos. Decidieron casarse, pero desde el día de su matrimonio, Antonio cambió. Se volvió frío, controlador y humillante hacia ella. A pesar de todo, Carmen lo amaba y comenzó a tolerar su comportamiento.

Su primer hijo fue Álvaro, seguido por Luis y luego Jhon, quien nació con autismo leve. Jhon era un niño activo que no toleraba ser tocado y enfrentaba dificultades para comprender muchas cosas en la escuela. Desde temprana edad, su padre y su hermano Luis lo menospreciaban, mientras que Álvaro mostraba cariño hacia él. Carmen, preocupada por el futuro de sus hijos, rogaba a su esposo que tratara mejor a Jhon.

—Mujer, me pides que trate a ese niño como a mis otros hijos…

—No le digas así, también es tu hijo.

—Ni lo digas, me avergüenza… Tú encárgate de él hasta que te mueras, ese es tu papel en esta casa.

Carmen lloraba y caía al suelo mientras Antonio se marchaba. En su interior, deseaba lo peor para su insensible esposo. Esa tarde, mientras Carmen estaba en la cocina preparando la cena con Jhon, sus otros hijos estaban en la escuela. Aunque eran niños, tenían grandes apetitos. Sonó el teléfono: era la policía informando que su esposo había sufrido un accidente. Lamentablemente, su auto se había quedado sin frenos y chocó contra un camión. Le informaron que Antonio le dejaba un seguro de vida y una pensión. Carmen colgó el teléfono y solo pudo reír, pensando que su deseo se había cumplido.

Gracias a la pensión de su difunto esposo, Carmen no tuvo que trabajar y pudo criar a sus hijos en relativa comodidad, sin preocupaciones financieras. Sin embargo, Álvaro y Luis crecieron mimados e insolentes hacia su madre debido al exceso de amor que recibieron. Por otro lado, Jhon se volvió más atento y aunque no asistía a la escuela, Carmen misma le enseñó a leer y escribir. Demostró ser inteligente y amable.

Luis, un joven de 25 años con talento para la ingeniería, desarrolló una dependencia al alcohol que causaba preocupación. Aunque parecía ser el hijo perfecto para todos, su trato hacia su madre era insoportable. Llegó un sábado y le dijo a Jhon que lo acompañara a cancelar la universidad de Luis porque éste fingía estar enfermo y no le permitían el ingreso.

Eran las 2 de la tarde y hacía mucho calor cuando sonó el teléfono. Era la policía explicándole a Carmen que sus hijos estaban en el hospital intoxicados por alcohol. Al parecer, Luis los llevó a una fiesta y todos consumieron en exceso.

—¡No, esto no es lo que quería! —gritó mientras lloraba.

Carmen entró a urgencias donde el médico explicó que una ambulancia trajo a sus hijos porque Jhon, el menor, había llamado al hospital diciendo que se sentía muy mal. Miró a través de la ventana de la sala de reanimación: su hijo mayor, su primogénito, yacía en una camilla con los ojos cerrados, mientras las enfermeras le quitaban la camisa y los médicos intentaban reanimarlo con un desfibrilador. Todo parecía ocurrir en cámara lenta, viendo cómo cada descarga hacía saltar su cuerpo, hasta que el médico se detuvo y cubrió su rostro con una sábana. Álvaro llegó preguntando qué estaba pasando, y Carmen, desmoronándose, solo pudo gritar:

—Es mi culpa… Es mi culpa —mientras caía al suelo.

El médico explicó que Jhon estaba en otra sala y ya estaba fuera de peligro. Álvaro agradeció al doctor, levantó a su madre y le dijo:

—Madre, vamos a ver a Jhon, él está vivo y eso es lo que importa. Luis tomó su decisión, pero no sabemos qué le pasó a Jhon ni por qué estaba ahí.

Entraron a la habitación y Álvaro abrazó a Jhon, preguntándole qué sucedió. Jhon solo dijo que Luis lo llevó a una fiesta y lo hizo beber hasta que se sintió mal. Recordó que su madre le había enseñado el número de emergencias y llamó desde el teléfono de su hermano dormido. Carmen lloró, fingiendo una sonrisa, y le dijo que gracias a Dios estaba bien. Fue enviado a casa días después, pero Carmen seguía culpándose.

Álvaro cambió radicalmente después de un año. El joven que una vez fue ya no era reconocible. Se relacionó con amigos que lo introdujeron al consumo de drogas y al robo. Empezó a cambiar, justificando sus acciones como una forma de sentirse mejor, creyendo que su familia pagaba por errores del pasado. Carmen no sabía cómo manejarlo; en los últimos seis meses lo internó en varios centros de rehabilitación, pero siempre escapaba y volvía a casa en condiciones lamentables. Aun así, era su hijo y no podía abandonarlo.

Una tarde, Carmen regresó a casa después de hacer algunas compras. El silencio que encontró le pareció extraño. Suspiró mientras dejaba las bolsas en la cocina y murmuraba:

—Ojalá este silencio durara para siempre.

Había visto a Jhon jugando afuera con los niños del vecindario, pero Álvaro no estaba. En su mente solo pensaba: “Se fue de nuevo a la calle”. Preparó la cena y decidió lavar la ropa de Jhon y Álvaro mientras murmuraba con la cesta de ropa en la mano:

—Estos niños nunca aprenderán, siempre dejan todo tirado.

Entró al baño de la habitación de sus hijos, la cesta se le resbaló de las manos cuando vio a Álvaro tirado en el suelo, los ojos abiertos, un cordón atado a su brazo y una jeringa a su lado. Su cuerpo se desplomó y se arrastró hacia él, sintió su pulso, pero ya estaba frío. No había signos vitales y su mirada era aterradora junto con una sonrisa en su rostro. Carmen, aterrorizada, llamó a una ambulancia y describió la escena, pero no sabía qué hacer. Jhon entró corriendo y comenzó a gritar:

—¡Mamá, Álvaro no se mueve!

Ella solo pensaba en proteger a su hijo menor.

—Cálmate, ya está bien —y lo abrazaba mientras ambos caían llorando al suelo.

La ambulancia llegó con el forense que confirmó la muerte por sobredosis. Expresaron sus condolencias a Carmen y se llevaron el cuerpo para el funeral. En el funeral, todos abrazaban a Carmen, diciéndole que aún tenía a Jhon y que él la necesitaba más que nunca. Pero en la mente de Carmen solo había pensamientos como:

—¿Y quién está para mí? También necesito consuelo y ayuda.

Aunque sentía cierto alivio por no tener que preocuparse más por temer que su hijo acabara en la calle o muriera en circunstancias violentas, repetía en su mente que al menos Álvaro había muerto junto a ella y no solo en algún lugar oscuro y desagradable, de los cuales ella lo había sacado y rescatado tantas veces.

Jhon abrazaba a Carmen y le decía con una sinceridad profunda y extraña mientras la miraba a los ojos:

—Yo estaré contigo hasta el final…

Carmen lo abrazaba y besaba, respondiendo:

—Lo sé, mi amor —acariciando su cabeza.

La vida dio un giro inesperado. Con la pensión de su esposo, Carmen tomaba cursos y disfrutaba de salidas con sus amigas. Jhon no le causaba problemas; era muy independiente y hacía las cosas por sí mismo. Compraron un perro al que llamaron Ángel, entrenado por Jhon para acompañar y proteger a su madre de manera excepcional, sorprendiéndola con su dedicación.

Un día, Jhon abrazó a Carmen y le pidió perdón por las lágrimas que había derramado, pero le aseguró que solo deseaba verla feliz. Ella lo miró con ojos vidriosos y lo tomó de las mejillas, diciendo:

—Nunca me has hecho llorar de tristeza.

—Mamá, lo he hecho, pero siempre me ves con amor.

Se abrazaron y ella se quedó dormida. Fue una escena hermosa, juntos en la cama con Ángel, sin imaginar el amor profundo que su hijo le tenía. Cuando Carmen despertó, ya era de noche. La habitación de Jhon estaba vacía, Ángel ladraba descontroladamente hacia su puerta. Su corazón empezó a latir rápidamente mientras entraba, una lágrima rodó por su mejilla: su hijo menor se había colgado de la barra del techo. Sobre la cama, dos cartas. Las tomó temblorosa, gritando:

—¿Por qué?

Mientras llegaba la ayuda, Carmen comenzó a leer lo que su hijo había escrito. En la primera carta decía…

—Madre, perdóname, pero la verdad estoy cansado. La tristeza me carcome, sé que soy tu único hijo vivo, pero tener que ver a mis hermanos muertos y yo ser tu tonto hijo no me deja dormir. Este peso de ser yo quien te cuide sobre mis hombros es demasiado. Espero que me perdones con amor. Tu hijo.

Entre sollozos, Carmen respondió:

—Perdóname, no sabía que te sentías así.

Luego abrió la segunda carta y un escalofrío recorrió su cuerpo al leer las palabras.

—Mamá, si estás leyendo esto es porque ya estoy muerto. Perdóname por ser un hijo con un amor tan grande que te hizo llorar demasiado. Espero que jamás me odies y al momento de leer me entiendas. Todo empezó cuando papá estaba vivo, no soportaba ver cómo te trataba, que me insultara no me importaba, ya que en cierta forma sentía que lo merecía. Pero tú eres una mujer cálida, responsable y amorosa, por lo cual no podía permitir que te siguiera haciendo sentir mal. El accidente de papá no fue tan accidente, yo fui el responsable, corté los frenos de su auto esperando que en algún momento te dejará en paz. Luego pensé que ya podrías ser feliz pero mis hermanos cambiaron y te empezaron a hacer llorar y no podía permitirlo. Luis fue el primero, me llevó a una fiesta esperando que me acostara con una prostituta para volverme hombre, pero lo único que hice fue darle alcohol. Luego, cuando cayó inconsciente, ya había investigado y le inyecté una cantidad por el ombligo, ya que nunca revisan esas zonas, haciendo que muriera. Me sentía mal… pero mami, todo era por ti. Y luego Álvaro empezó a cambiar y tomé la decisión de ayudarte a liberarte de esa carga, por lo cual yo lo ayudé a hacer el torniquete y le conseguí la droga, y cuando ya estaba drogado sin fuerzas, le apliqué otra dosis lo suficientemente letal para asegurarme de que no aguantara… Te dejo a Ángel entrenado, ya que siento que soy tu única carga para que aún no puedas ser feliz. Perdóname, pero te haré llorar por última vez y espero que entiendas mi decisión. Disfruta, vive tu vida y asegúrate de que estés bien y en tu vejez no te estreses. Solo paga un asilo y vive feliz, viaja, baila, ve de compras y ríe. Haz todo lo que no pudiste por tener que ser esposa y madre. Te dejo dos cartas, una para que sepas la verdad y la otra para que la muestres a medicina legal y así no tengas problemas. Espero que cuando nos veamos en el más allá puedas perdonarme y darme un abrazo sin odio o resentimiento… Te amo mucho, mamá.

Las lágrimas de Carmen fluían mientras gritaba que no podía ser verdad, golpeando la puerta. No podía creer que su hijo pudiera amarla tanto como para hacer lo que hizo.

Ha pasado un año, Carmen camina por la playa. Vendió todo y se mudó a una casa junto al mar, como siempre quiso. Camina con Ángel, mirando el amanecer cada día, pensando en el final que su hijo le escribió en la carta, donde podrán abrazarse y donde ella podrá decirle que nunca lo odió.

Fin… Tal vez.

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