Por Maribel Betancur Cortés
Abre la puerta. Tiene rastros del rímel. El aliento hiede a alcohol, puede sentirse a kilómetros; usa
una camiseta de mi novio. Se le marcan los pezones. Me pregunta qué necesito. Me revisa de pies a
cabeza y reacciona para decir que Ernesto me está esperando, pero que se quedó dormido después
de que hicieron el amor.
A Ernesto lo precede su fama de mujeriego.
Cuatro meses antes, me encontraba terminando esa traumática relación de la que casi no logro salir.
Ernesto y yo trabajamos juntos. Él también había tenido la discusión definitiva con su esposa. Ese
viernes, al terminar la jornada laboral nos tomamos una copa. En la charla, como dos adultos
irresponsables, decidimos darnos una oportunidad y, luego de unos tragos, pasamos nuestra
primera noche juntos.
Por el chat, actualizo a las chicas sobre la noche de copas.
—¿Estás loca? El tipo te va a lastimar.
Me llegan toda clase de recomendaciones que advierten el lío en el que me estoy metiendo. En mi
defensa, dije que ya nadie podía hacerme daño. Voy a ser precavida, les prometí. Además, estaba
segura de poder enamorarlo y hacerlo cambiar.
La relación con Ernesto empezó a la velocidad de la luz. Una semana después del encuentro en el
bar, estuvimos encerrados por tres días, tomando whisky y escuchando vallenato. Ernesto también
tenía fama de alcohólico, iba a confirmarlo después.
Entre esas copas, Ernesto me contó que se iba para Cuba y me invitó a ir con él, con todo pagado.
Como buen político, es un hombre generoso, no le cuesta gastar dinero en lo que le da placer.
Una propuesta para nada despreciable. Ya me habían contado de los viajes anuales de Ernesto a
Cuba. Dicen que eran fugas para toda clase de consumos, incluyendo mujeres.
Montada en el tren bala, acepté la invitación.
Como preámbulo para el viaje, dormimos juntos por dos semanas en su apartamento o en el mío,
teniendo sexo como conejos, alcoholizados, desenfrenados. Su presencia en mi vida era adrenalina
pura, verlo era como meterme un pase de cocaína cada día; besarlo y hacernos el amor era como
hacer un viaje con hongos mágicos. Ernesto me exhibía con sus amigos como un precioso tesoro,
pero, en la oscuridad, seguía anhelando —entre otras—, a su secretaria.
Ernesto el martes a Cuba, yo llegué el jueves. Entre martes y miércoles las conversaciones con
Ernesto fueron monólogos, pero alcanzó a decirme que alguien iba a ir por mi al aeropuerto de La
Habana. Por si acaso, y prevenida como soy, le pedí la dirección del apartamento que rentó en La
Habana Vieja.
Aterricé en el aeropuerto José Martí. No había nadie para recogerme. Por si acaso, y prevenida
como soy, llevaba unos euros que cambié por pesos cubanos. Un taxi directo hasta el punto de
referencia que resultó, por fuera, parecer un edificio abandonado. Pregunto por el acceso, me
señalan un tétrico ascensor. Piso siete. Parece el laberinto del Fauno. Intento encontrar alguna
nomenclatura, descubro el ojo de una mujer medio asomada a su puerta. El corazón se me quería
salir del pecho, las piernas me temblaban, casi no logro sacar la voz y mantener coherencia para
preguntarle por el apartamento 725.
La mujer, sin abrir su puerta, saca la mitad de su cara y me pregunta:
—¿Usted es la mujer del señor Ernesto?
Con una inmensa sonrisa y el pecho inflado le digo que sí, soy yo. La mujer abre la puerta y me
dice que se alegra de mi presencia pero que no me va a gustar lo que voy a encontrar. Me pide que
ponga orden. La tranquilizo. Lo que sea que pasó, Ernesto tiene dinero y va a pagar todo.
Al llegar al apartamento, hay una puerta de madera. La toco. Abre la cubana. Cuando me reconoce,
me deja pasar. En la sala, hay unas quince botellas de ron Havana Club; en la barra de la cocina, otras
diez. En la única habitación, hay una cama en la que duerme Ernesto. Un olor, mezcla entre alcohol
fermentado, cigarrillo, orines y mierda, golpea mi rostro. En sus ojos entreabiertos, se ve la
esclerótica. La cubana se acuesta a su lado, sigue durmiendo. Le pongo la mano en el pecho a
Ernesto para saber si respira. El tipo toma medicamentos para la tensión arterial. Respira. Hay
orines secos y frescos en su short beige. Al lado de la puerta, hay una pila de excremento que ya
tiene moscas.
Después de tres horas, he limpiado el lugar y ahora parece habitable. Consigo unos sueros de
hidratación. Despierto a la cubana y le pido que se vaya. Luego a Ernesto, le doy los sueros y lo llevo a
la ducha. Logra reconocerme.
—Mi amor, ¿llegaste?
No le respondo. Mientras él se ducha, logro asear la cama. Regresa a ella y cae en coma hasta el
otro día.
Es viernes; despierto a Ernesto con una taza de café negro y la medicina depara la tensión.
Coordinando algunas ideas, me pregunta qué pasó. Le devuelvo su pregunta. Dice que no recuerda
nada. Tampoco a la mujer.
Tocan la puerta del apartamento. Es el conductor que nos va a llevar a Varadero.
Dos días mágicos en la playa. No se habla más del tema.
Estoy enamorada. Puedo soportar lo que sea.
Una semana después en Bogotá, mientras almorzamos, emerge en su teléfono un chat, ella se llama
Viviana y le escribe: “Gracias por lo de anoche, fue increíble”.
Estoy enamorada. Puedo soportar lo que sea.