“I am like you/not crazy about that which towers before
me/ particularly the buildings here/ and the people
inside who look at my name/ and make noises/ that
seem like growling…”
Hanif Abdurraqib, A fortune for your disaster
Por Fernanda Cisneros
Mujeresaladas | La Paz, Baja California Sur.- Tengo una confesión que hacerles, y disculpen que este mes mi rapsodia carezca de la estructura que intento mantener en cada editorial. Desde mediados de junio, en las clases sabatinas de nuestra colega Mónica, nos vimos iniciadas a la poesía con intención creadora. Yo, desde que descubrí que la poesía no tiene que ser de amor, por ahí de los siete años, he tomado al género como uno más dentro de mi ruleta de lectura. A lo largo de la vida he descubierto que soy el tipo de lectora —y creadora, y consumidora de arte, y persona en general— que es incapaz de mantener un orden o pulcritud en sus afanes. Resulta que mi obsesión por el orden es más bien una obsesión por conseguir que mi caos tenga una estructura y clasificación lógica, aunque sólo yo la entienda. Por ello, también he descubierto que los estilos minimalista-industrial-moderno-chic me parecen impersonales y que las escalas monocromáticas me dan la sensación de estar en una sala de espera o en la casa de alguien que me ha pedido que no toque nada. Resulta que me gustan los colores, las pequeñas marcas e imperfecciones que dejamos en nuestros espacios, el resultado de ocupar un lugar determinado con nuestra existencia imperfecta. Por eso en mi otra casa —luego les hablaré de la mudanza eterna—, pinté las puertas de mi clóset de colores, la cara interior de la puerta de negro y mandalas, las paredes llenas de posters y las obras que mis amigas artistas me obsequiaron en un año u otro. Por ello mi buró está pintado de un amarillo brillante —mi color favorito— y mi ropa y zapatos abarcan todos los colores que he podido conseguir. Creo que es algo que a simple vista no se nota, me han dicho que hay gran diferencia entre la primera impresión que tienen de mí y la persona que ven al volvernos cercanas. Creo que mi gusto por el orden caótico es simplemente una manifestación de lo mismo: la necesidad de que mi vida esté llena de estímulos diferentes —creo que también le llaman TDAH, pero está por demás hablar de tecnicismos—, de marcar con mi existencia cada espacio que ocupo y de intentar experimentar tanto como pueda en el poco, poquísimo tiempo en que voy a estar viva. Todo esto para contarles que mi historial de lecturas y mi biblioteca en construcción se leen como una carta escrita a oscuras con una pluma medio seca, pero insisto, es a simple vista. Supongo que como coleccionista de palabras es mi deber mencionar que toda mi perorata puede ser resumida con decir que soy una persona “ecléctica”, si bien prefiero para mí la palabra “sincrética”, pero no es lo mismo ¿no creen?, decirme como tal es nuevamente el impulso cotidiano por definirme en términos pulcros, por conseguir que la otra me comprenda con facilidad y en el menor número de palabras posibles. Pero no, acá no estoy para pasar ningún examen de ortografía, y si yo pudiera, me declararía anarquista del lenguaje. Entonces, soy un orden caótico cuya lógica no responde más que a mi intuición, soy una persona que busca la forma más vibrante de armonía posible, y soy una lectora que ni se adentra en un solo género, ni lee libros de uno por uno: voy de la poesía al teatro, de éste a la novela, a un artículo o ensayo sobre los dinosaurios o sobre una pintora de barroco italiano —Artemisia Lomi Gentileschi, de nada—, pasando como intermedio ya sea por un webtoon, un manga o un fanfic, y saltando sin problemas de regreso a la teoría literaria y así sin fin previsto ni más orden que el ritmo de mi curiosidad. Por demás está decir que mi librero no está ordenado por orden alfabético, mucho menos por tamaño o por color, pero tiene un orden, un código secreto que ni yo misma sabría explicarles y que, a pesar de ello, me permite saber dónde está cuál libro en la mayoría de las ocasiones. Y todo esto, ¿qué tiene que ver con la poesía? A decir verdad, casi nada. Mónica nos dijo que la poesía es la parte intangible que podemos capturar en el poema, y yo creo que esta necesidad constante que tenemos por definirnos y explicarnos a quienes nos rodean no es más que el intento de que la otra aprehenda, aún por el más ínfimo de los instantes, la poesía que somos. He descubierto que escribir poesía es tan complicado como conseguir que la otra te entienda. Es una de esas cosas que son obvias en cuanto las verbalizas, pero que permanecen en la neblina abstracta de lo no dicho antes de revelarse. Hasta la fecha, tengo exactamente dos poemas que me parecen capaces de contener algo de lo que quise decir cuando los escribí. Con el cuento y los demás géneros que intento escribir, no se me dificulta con tanta intensidad expresarme. Supongo que es en parte por la consciencia de que en la poesía hay una capa mucho más fina de ficción, que ocultarse en el poema es menos posible que ocultarte en un cuento o en una obra de teatro. Y no es propiamente que busque esconderme en mis textos, creo más bien que se trata de un esfuerzo —humano, compulsivo, y muchas veces esperado— de presentarle a los demás la parte más “asimilable” de nosotras. Esto es sólo una de las perspectivas posibles, quizá de las más egocéntricas al respecto, pues implica que la lectora busca en las piezas literarias la voz y mente detrás de ellas. ¿Quiénes somos para adivinar por qué leen quienes lo hacen? En fin, encuentro en esta dificultad el conflicto que mencioné en el primer número piloto de la revista (en donde sólo se encuentran los textos de la colectiva) y persiste en mí la interrogante del origen de ese miedo a ser vistas que siento y que, paradójicamente, he visto en gran parte de las mujeres que me rodean. No lo sé, quizá es el deseo de aferrarse a la esfera privada en la que solemos desarrollar nuestras vidas y que, históricamente, ha sido el único espacio disponible para las mujeres —piensen en la cocina, los diarios, las manualidades, los rituales cotidianos, etc.— en donde el hombre y el patriarcado no impregnan por completo el ambiente. Y así, mi rapsodia llega a su inevitable aterrizaje; no podía decidir qué minucia mencionar para este mes. Pensé en contarles sobre mi cumpleaños que se acerca; o tal vez hablarles de cómo extraño viajar en el asiento de copiloto, no por la comodidad, sino por lo interesante que me parece ver por la ventana. Pensé en hablarles sobre cómo las nubes ahora me ponen nostálgica y triste, en la relación existencialista que tengo con los pájaros en vuelo, en mi amor por la lluvia, o hasta la necesidad constante de mi muletilla musical. Pensé y pensé hasta que Elisa me miró con la ansiedad en los ojos por el retraso de mi editorial. No sabía de dónde salía esta negación rotunda a escoger las minucias que mencioné, todas interesantes y eventualmente protagonistas de alguna otra editorial; esta impresión de que cualquiera de ellas no rozaba más que un nivel superficial de lo que me propuse al inicio del florilegio. Entonces, Moni nos pidió que escribiéramos un poema y la epifanía llegó a golpearme en el rostro al ver la misma resistencia ante el documento “poema p. Sábado.docx”: todas las ideas y versos que escribí eran perros que nacieron con agua en los pulmones y fuego en los ojos; apretando en el pecho moribundo esa soledad que es tan mía como mis propias manos, ladrando su dolor con un aullido amortiguado por el necio intento de aferrar la vida en sus mandíbulas. ¿Cómo podía llegar al taller vestida de amarillo y mostrar tal abominación? ¿Cómo traer a clase tal facsímil de mi rostro? ¿Por qué cuando quería escribir armonía encontraba sólo vorágine? Me imaginé a mi misma leyendo en voz alta lo que nunca pronuncié en el silencio y ese mismo miedo de ser vista consumió todo hasta dejar de nuevo la página en blanco. Al final encontré un punto medio, y el poema que leí no es más que la abreviatura de lo que mis perros pandémicos ladraron. Decidí que no estoy lista para dejarlos correr a morirse entre mis estrofas. Pero decidí también que sería honesta con la editorial, porque sí, soy el tipo de persona que vive buscando pequeñas sonrisas y caracolas prehistóricas y, sin embargo, soy también el tipo de persona que llora a las tres de la mañana en el mismo piso de la cocina en dónde a veces me siento a comer helado. Negar que las minucias oscuras y poco habladas también nos hacen detenernos a contemplar lo efímero y frágil de la cotidianidad —y, por tanto, de nuestras vidas—, es querer curar una imagen superficial de lo que somos y esperar a que la otra adivine qué demonios habríamos querido expresar si tan sólo habláramos francamente y, si a esas vamos, creo que mejor sería dejar la hoja en blanco. Y ya termino, quizás no pueda dejar que mis perros ladren con todo su terrible esplendor, pero espero que en adelante este florilegio logre encapsular los chispazos de la poesía que soy y que, con algo de suerte, alguna de ustedes entienda lo que digo.