Florilegio de Minucias | Fósiles y recuerdos

“Cántame bajito, algo tan bonito, como el mar de una caracola, que se mece en la siguiente ola…” Nana para mí, Clara Peya y Silva Pérez Cruz.

Por Fernanda Cisneros

Mujeresaladas | La Paz, Baja California Sur.- ¿Alguna vez tuvieron fascinación por lo viejo? ¿Por los fósiles, las pinturas rupestres o los templos aztecas? Espero que sí, que en su infancia o adolescencia existiera la breve preocupación por lo que vino antes de nosotras. 

En mi caso, mi preocupación histórica decantó en los dinosaurios y en el proceso de su evolución. Mi biblioteca infantil estuvo repleta de libros y enciclopedias sobre los dinosaurios y su mundo prehistórico. Leí cuantos libros pude encontrar sobre ellos y, cuando el tiempo lo permitía, mi padre y yo nos sentábamos a ver documentales al respecto. Incluso recuerdo soñar con ver el esqueleto de algún dinosaurio en un museo, sueño que probablemente le deba a Una noche en el museo y que, para cuando tenía trece años, logré cristalizar en el museo de historia natural de San Diego. 

Eventualmente, la fascinación por los dinosaurios dio paso a una intensa pero breve temporada de interés por el antiguo Egipto, su mitología, arquitectura y su estructura política a lo largo de su existencia —digo breve porque, si bien la curiosidad no ha cesado en mí, la vida se interpone y mi interés por las civilizaciones antiguas y animales gigantes suele quedar relegada al subconsciente—. De una obsesión a otra, para cuando nueve o diez años, había decidido que, si no iba a ser bailarina profesional de ballet clásico, lo mejor sería dedicarme a la paleontología y a la historia.

Hoy, la idea me parece graciosa, pues desde aquel momento me he descubierto una persona con poco interés en pasar el tiempo explorando el monte, el desierto y el mar que nos rodea en esta ciudad. Creo que a simple vista existe una disonancia entre la idea de una paleontóloga o geóloga —en su momento también consideré la profesión—, y lo que eventualmente sería mi campo de estudio. Sin embargo, a mis ojos la relación es evidente, y se hermana a la perfección con disciplinas como la historia, la lingüística, la filosofía y la antropología, entre otras. 

La literatura, para mí, no es más que la conservación escrita de lo que la humanidad ha considerado importante a lo largo y ancho de su existencia: nuestras historias, creencias, miedos, sueños y tantas partes más que componen nuestra colectividad, han permanecido en nuestro imaginario gracias a los libros. Entonces, una obra literaria, histórica o filosófica no es muy distinta a un fósil de dinosaurio o, un fósil pequeño y común que es el centro de mi diatriba de este mes y que casualmente trajo a mí recuerdos de una curiosidad primaria en mí.   

Sorprendentemente, mi familia decidió que la casa en donde hemos vivido desde que mi hermano nació ya no era suficiente para contenernos. Por ello, desde un año antes de que la pandemia terminara con un mundo, comenzaron a construir una casa mucho más aislada de la ciudad y, en consecuencia, más cercana al mar y a la naturaleza resiliente del estado. En otra ocasión hablaré de las plantas y mi poca inclinación a nadar en el mar, pero para este momento basta con que decir que, mientras mi familia se sienta bajo los mangles con los pies en el agua, yo prefiero caminar sobre la arena, buscando cangrejos, piedras y conchas, no para molestarlos, sino para observarlos y pasar el tiempo.

No fue hasta meses después, cuando comenzaron a escarbar la tierra para colocar los cimientos, que descubrí la cosa más sencilla y mágica que había visto desde el fin del mundo. Desde la distancia, vi que, entre el montón de piedras y tierra, brillaban bajo el sol pequeñas rocas blancas; blancas en la forma en que la tiza luce sobre las pizarras negras, una especie de blanco prístino pero transparente, uno que habla de fragilidad y de tiempo. Mi pecho se encendió cuando caminé hacia ellas para descubrir que no eran rocas, sino conchas y caracolas de una época inmemorable en la que el mar abrazaba toda la tierra. 

No es que las coleccione, ni siquiera que sienta particular atracción por ellas, pero en aquel instante, descubriendo que en cualquier rincón del lugar no hay más que cavar dos centímetros para encontrar una caracola, de pronto recordé mi interés en los fósiles y me vi sonriéndole a lo que, esencialmente, es sólo un montón de tierra y conchas viejas.

Ese momento me supo a infancia y, desde entonces, no puedo evitar que una sonrisa libre e íntima invada mi rostro. Hoy, mientras les escribo esto, espero compartir con ustedes la cotidiana belleza que pasa inadvertida cuando no nos detenemos a prestar atención. Espero sinceramente que, desde el lugar en el que nos lean —y qué emoción saber que nuestra revista ha superado las fronteras de nuestras costas—, puedan encontrar el equivalente de tan terrenal y minúscula belleza.

Creo que un lugar común que representa la sutilidad de esta belleza es la imagen de flores silvestres creciendo entre las grietas de una banqueta. Mi tierra no suele sostener tan frágil belleza; en su lugar, las grietas en las banquetas se llenan de hierbas igual de silvestres, pero usualmente marchitas de sol. Sin embargo, a cambio de los colores vibrantes de las flores, mi tierra nos regala conchas y caracolas como joyas silenciosas; una muestra sutil de que existió un mundo previo al nuestro en el que no había necesidad de correr y preocuparse por la violencia del constante movimiento; una época perdida en donde el silencio y la paz eran suficientes para que una avalancha de caracolas pudiera permanecer bajo mis pies, inocuas y anónimas hasta que alguien —yo y, con suerte, ustedes, lectoras saladas— detenga la marcha frenética de la posmodernidad para apreciar la sencillez de una belleza prehistórica.

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