Florilegio de Minucias | Asexual con agencia

Por Fernanda Cisneros

Mujeresaladas | La Paz, Baja California Sur.-  La primera vez que hablamos sobre la posibilidad de que escribiéramos editoriales, mi colega Sofía y yo nos quedamos en blanco. Cuando buscábamos respuestas, temas o excusas, sólo surgían preguntas, una tras otra: ¿Hablarle a las lectoras? ¿Quién va a leernos?¿Qué podríamos decir que fuera suficiente para presentarse al mundo sin la máscara de la ficción y la poesía? ¿Qué pasará cuando nuestros familiares nos lean?

Esa última aún me preocupa, en esta editorial mucho más que en las anteriores. De igual forma, decidí hablarles francamente, con la esperanza de que los lectores que me preocupan escojan no leerme y bajo el riesgo de que sí lo hagan, de que este sea el mes en que decidan leernos. Pero me estoy adelantando, les decía que cuando tratamos de definir las editoriales, una de las sugerencias que el resto de la colectiva sugirió fue que habláramos de nuestras experiencias, nuestros gustos y miedos. Mónica me sugirió que hablara de mi experiencia como mujer queer y, aunque la idea me agradó, decidí que mi naturaleza dispersa no permitiría un tema tan delimitado.

Junio es el mes del orgullo gay; gay tomado como término sombrilla que engloba a la comunidad LGBTQIA+, aunque también se puede utilizar queer/cuir  y, en honor a ello, decidí finalmente conversar sobre algo fundamental en mi experiencia como mujer cisgénero, asexual y biromántica —para resolver dudas, favor de consultar el navegador de su preferencia—. La decisión temática me pareció evidente, el problema fue decidir qué “experiencia fundamental” quería compartir.

Pensé en las marchas, en las banderas, la importancia y problemática de las etiquetas, la homofobia, la bifobia, y todas las -fobias que existen dentro de la misma comunidad o la transfobia de algunos feminismos radicales. Pensé también en contar de la primera vez que escuché la palabra “asexual”, del momento que tuve la epifanía inicial sobre mi sexualidad, de las dificultades y privilegios de no “parecer queer”, de lo complejo que es salir con mujeres o de la necesidad urgente de representación artística útil y producida por la misma comunidad.

En fin, pensé tanto que terminé agobiada y sin posibilidades poéticas con las que pudiera sintetizar de forma realista lo que significa saberte no heterosexual. Y de la nada, hace apenas tres  días, mientras revisaba un reporte de lectura para la universidad, descubrí que el error estaba en querer retratar el conjunto de mi experiencia particular, cuando esta editorial está centrada precisamente en las minucias; los detalles aparentemente insignificantes de la vida. 

En esta ocasión, la minucia es —para variar— un concepto fantástico y anónimo: la agencia. Proviene del latín agentia y, si bien es la raíz del sustantivo “agencia”, literalmente significa “cualidad del que hace”. De esto se desprende el verbo “agenciar” que significa “procurar o conseguir algo con diligencia o destreza”.  

La agencia es un término que se utiliza en la literatura para referirse a la capacidad de acción de un personaje. Es más común escuchar su equivalente en inglés —agency—, mientras que en español se suelen utilizar combinaciones de términos como: motivación, voluntad, actividad, pasividad, actante, etc. Sin embargo, mi opinión es que el término “agencia” responde con mayor precisión a lo que se busca representar. Un personaje con agencia es aquel que tiene la capacidad de incidir en su circunstancia; es aquel que puede decidir cómo accionar ante la situación que se le presente. Lo mismo sucede con las personas, alguien con agencia sobre sí mismo es capaz de decidir, de actuar. Por consecuencia, una persona con agencia es una que tiene posesión física o abstracta sobre sí misma.

Parece que me desvié del tema, pero la realidad es que, en retrospectiva, reconocer mi agencia fue el cambio radicalmente silencioso que me permitió hacer las paces con mi identidad queer, con todas las maravillas y con todos los conflictos que ello implica. La interrogante de salir o no del clóset —“revelar” nuestra identidad como persona no heterosexual a nuestra comunidad— es una experiencia más o menos universal dentro de la comunidad.

Las consecuencias varían drásticamente en un espectro que puede ir desde la liberación personal y aceptación de la comunidad, hasta el encarcelamiento o la muerte violenta del individuo queer —sobre todo en casos en donde la salida del clóset es forzada, o en lugares con altos índices de homofobia—. En mi caso, tuve la ventaja de tener una experiencia con el clóset bastante promedio. Por un lado, tengo un círculo cercano mayormente gay, empático y comprensivo, por lo que nunca me vi alienada de mis pares. Por el otro, mi sexualidad no es una de las más comprendidas o populares y la experiencia de salir del clóset con mi familia fue —y en algunos casos aún es— una historia menos agradable, más no insalvablemente trágica.

Insisto, la agencia sobre el clóset; la capacidad de decidir cuándo, cómo y con quién salir del clóset, fue el punto clave de mi liberación. En el momento en que me di cuenta de que mi identidad sexual no tenía que ser un secreto, descubrí que el clóset era, más que una situación aislada o una cárcel social, una barrera de protección cuya función estaba dictada por mí y no a la inversa. Para ejemplificar lo que digo, me permito compartirles un fragmento —editado, por supuesto— de mi libreta-casi-diario del 2018:

Algunos días se siente como guardar un secreto deducible, una mentira inofensiva. Como robarte el billete de veinte que quedó en el bolsillo de un pantalón sucio. Como fingir entusiasmo ante la historia banal que tu abuela te ha contado diez veces. Así, sonríes y llenas tu vaso de soda, o agua, o café, aún con tu pequeño secreto a voces que pesa de pronto más de lo que vale. Así, sonríes y pasas a tu madre una copa de vino, y te sirves otra rebanada de pastel,  y sonríes y hablas sobre el nuevo semestre, y escuchas, y ríes, y vuelves a hablar, con las palabras de tu secreto bien escondidas, pesadas en tu regazo. 

Algunos días parece que los demás pueden ver el secreto colgado de tus hombros; leerlo en el reflejo de tus lentes. Algunos días quieres gritar las palabras de tu secreto, escupirlas en el viento y deshacerte de ellas. Pero no puedes. No es prudente, ni seguro, ni posible librarte del secreto y ejercerlo como lo que es: una verdad fundamental, inofensiva y humana. 

Así, en los días en los que duele sentir que no se debe, que no se puede, que el secreto es sinónimo de pecado; sonríes y no lo dices. En medio de la fiesta, cuando te falta el aire de tanto no hablar, te levantas de tu silla con el secreto a rastras, sonríes, vuelves a llenar de soda tu vaso, y tu boca con palabras que no son. 

Mi yo de dieciséis años aún no había encontrado la agencia. La fiesta que menciona fue una reunión familiar en la que la ligereza de la conversación hizo que mi “secreto” se sintiera contrastantemente abrumador. Claro, la situación no era ideal y algunas de las personas presentes en aquel entonces siguen siendo  las mismas que me preocupan incluso mientras escribo esta editorial. Sin embargo, descubrí que el clóset era menos tumba y más escudo cuando puedes decidir si salir del clóset vale o no la pena; cuando mantenerte en la sombra sirve un propósito para ti, en lugar de ser una imposición para mantener un statu quo opresor y segregante. 

No es lo idóneo. Mi escenario perfecto implica que ser heterosexual no sea la norma, ni se considere superior por algún criterio arbitrario. No, no es grato tener que tomar esa decisión; arriesgarte a perder amistades y oportunidades por algo natural y fuera de tu control; tener que calcular seriamente si vale la pena expresar esa parte de tu humanidad o si, por el contrario, es más seguro permanecer en las sombras.

Es desafortunado, por decir lo menos, pero, entre más años mantengo agencia sobre mi clóset, más sencillo es reafirmar la conciencia de que no hay nada fundamentalmente mal conmigo; que los pecados no existen y que, si lo hicieran, la no heterosexualidad no sería uno de ellos. 

Por eso amo este mes y las marchas del orgullo queer. Como introvertida declarada, salir a marchar con tantas personas es un reto, pero me fascina el ver a tantos que, como yo, han tomado agencia sobre su sexualidad y han decidido salir a la calle a pintar de diversidad y libertad —por más efímera que sea— la vida colectiva.

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