Por Alma Delia Blancas
Estando cuerdo jamás pude entenderla, ¡no recuerdo si al sentirla, la reconocí!, pero ya era parte de mí; era como una afección en mí, en mi cuerpo. Muchos años de mi vida pude vivir sin ella y ahora parecía que estaba adherida a mí, no era dueño de mí al estar con ella. Desde que llegó conmigo, cada día fue interfiriendo más y más en mi vida, a su lado parecía un loco enamorado, un perdido empedernido que caminaba como león enjaulado en las cuatro paredes de mi hogar.
Yo ya era un poco mayor, toda mi vida había trabajado en una empresa, más o menos bien pagado; me casé ya grande con una mujer rubia, alta, de ojos azules, su nombre, ¡ah! pudo ser el más hermoso, seguramente, como la más bella flor; pero murió hace algunos años en un accidente automovilístico, había salido de viaje para visitar a uno de mis dos hijos, ambos varones. Uno de ellos vivía en Canadá con su esposa -una mujer muy amable- y mis dos nietos maravillosos; cada año nos veíamos en vacaciones escolares y hacían un desastre en mi casa, ¡hubieran visto amigos míos, qué desastre!
El otro de mis hijos vivía cerca de mí, ¡claro, cada quien en su casa!; también se casó con una mujer muy bella, tenían solo una hija, mi nieta; ella me iba a visitar todos los días a casa después de ir al colegio. ¡Un hombre muy afortunado amigos míos, muy afortunado!; yo todo un viejo jubilado, vivía feliz en mi casa llena de recuerdos. Todos los días que iba a visitarme mi hijo con su esposa o mi nieta, cerraban la puerta con seguro y mis fuerzas ya no podían abrir ese candado tan pequeño, pero de grandes cadenas, muy fuerte, como yo en aquellos años de juventud. El otro día me dieron la buena noticia que mi otro hijo vendría a visitarnos, me emocioné tanto que salía agua de mis ojos torrencialmente de alegría, tanto sin vernos y mañana llegaría.
Llegó la familia, convivimos un rato y ya de tarde salieron al cine a divertirse un rato todos juntos, yo ya no quise ir con ellos, pues la plática había sido larga y me sentía un poco cansado, además hacía frío y de repente el pecho me dolía. Ya era tarde para la función y salieron tan de prisa que todo olvidaron ¡y eso que el viejo era yo!. Olvidaron las chamarras de mis nietos, así que salí tan rápido como pude para entregárselas y no enfermaran; me acerqué a la puerta, pero la camioneta ya había arrancado, ¡tan olvidadizos!, dejaron la puerta abierta y salí un momento, aun queriendo gritarles para que me escucharan, pero ya no pude hacer nada. De repente miré hacia atrás, solo sentí un viento fuerte en mi cuerpo y ya no recordé hacia qué lado había caminado ni tampoco a qué salí.
Seguí caminando hacia la derecha, hasta que se me hizo de noche. Mis pies ya me dolían y me senté cerca de un parque, no conocía a nadie; en algún momento alguien se acercó a mí, yo ya me sentía sucio y maloliente, era un joven y al lado de él venía una mujer muy bella y una niña que desde lo lejos me gritaba “abuelo”, agitaba la mano y sonreía; el joven me miraba dulcemente, la mujer me acariciaba, les dije que no, me tomaron por la fuerza, me trajeron a su casa, me asearon y ahora ¡no sé dónde estoy!, él dice ser mi hijo, pero está demente; ¡Yo no recuerdo tener hijos!, ¡Yo sólo estaba esperando en el parque a mi novia, traigo conmigo su chamarra por si tiene frío!, ¡Ella es una mujer rubia, alta, de ojos azules!, ¡Hermosa!, ¡Se llama Margarita!, ¡Mi hermosa Margarita!.