Por Elisa Moravis
Mujeresaladas | La Paz, Baja California Sur.- Me gusta llorar en el estacionamiento. No es la primera vez que me encuentro aquí, envuelta en la quietud de este espacio entre líneas pintadas; glorioso y desolado templo de asfalto donde mis emociones se derraman tan fácilmente como el aceite de un motor viejo. Aquí entre coches estacionados y luces fluorescentes parpadeantes, me da por sufrir colapsos emocionales.
¿Qué es lo que tiene el estacionamiento que lo hace un refugio para mis lágrimas? Quizás sea su neutralidad, esa atmósfera de transitoriedad donde la vida de las personas se cruza por breves momentos y luego sigue su curso. Es un espacio sin juicios, donde puedes dejar caer las máscaras que sostienes frente al mundo y permitir que las emociones fluyan libremente como un acto liberador. No hay nadie allí para ofrecer soluciones ni consuelo, sólosolo estoy yo, enfrentándome a mis crudas emociones.
El estacionamiento es un sitio muy privado, realmente. Claro, la gente podría pasar caminando, pero en su mayoría están demasiado ocupados conen sus propias crisis cotidianascotidianas crisis para notar la mía. ¿Qué pensarán los pocos que me ven aquí, perdida en mi tormenta personal? Por un instante, quizás se pregunten si se me cayeron los huevos o las chelas, pero siguen su camino sin pensarlo demasiado. En el fondo, soy sóolo otra anomalía momentánea en la rutina de sus vidas, una breve nota al margen en la sinfonía de la ciudad gris y sin alma, y la mía es sólo una figura insignificante más en el paisaje urbano.
En el imaginario colectivo, la lloradera se da entre las paredes de los hogares;, pero en la cotidianidad de la vida real, lo cierto es que no importa cuánto lo intente, llorar en casa es para mí una tarea imposible. En la sala, o en alguna habitación, no, porque alguien podría entrar y descubrirme o, como si tuvieran un radar en el momento exacto en que necesito desahogarme, todos comienzan a necesitarme para algo urgente. Si me encierro en el baño ¡el último bastión de privacidad! Alguna de mis hijas toca la puerta con insistencia porque “necesita usar el baño de inmediato”.
Así que aquí estoy, en el estacionamiento;, con su asfalto agrietado y luces titilantes, que se convierte en mi refugio improvisado porque en casa, no hay espacio para mi tristeza.
Escribo y publico esto como una reivindicación. Porque tal vez el lugar perfecto para llorar es donde menos lo esperamos, y donde más lo necesitamos: en el tranquilo anonimato de un estacionamiento. Quizás algún día alguien instale un cartel que diga: “Área de no-lágrimas: Se solicita a los usuarios no verter emociones aquí.”. O tal vez, “Advertencia: Este estacionamiento no es responsable por el mal manejo de sus emociones.”. Pero mientras tanto, seguiré aquí, abrazando mi melancolía como si fuera una vieja amiga que sóolo se siente cómoda en los lugares más inesperados.
Porque, al final del día, ¿qué es un estacionamiento sino un espacio para aparcar -coches, y emociones-? Y si la vida me da limones, al menos sé que aquí tengo un lugar donde puedo exprimirlos en paz, mientras el mundo sigue girando, indiferente y desconcertantemente ajeno a mi pequeño derrumbe emocional.