Por Raquel Pietrobelli
Era sabido cuando Felicitas de las Mercedes Anchorena de Álzaga —para el barrio, doña “Gigi”— entraba a la panadería o al súper, porque inundaba la atmósfera con su perfume francés, exquisito resabio de sus pasadas épocas de oropeles y esplendor.
Todos estábamos acostumbrados a la Gigi, a los susurros de seda y satén de sus vestidos cuando caminaba, a los tules, muselinas y brocados, a sus collares de perlas (nunca supimos si eran realmente auténticas, o fake, como dicen ahora), a sus mantillas de seda, bordadas con cintas de raso y terciopelo, a sus guantes de encaje y plumeti, a sus estolas de piel en invierno, a sus pamelas extravagantes, a sus entallados sacos señoriales con enormes hombreras…
Los que no la conocían caminando por las veredas de Palermo, miraban asombrados a esa dama encumbrada y señorial, como a los viejos personajes encumbrados de la revista “Hola”, o escapada de una vieja película de Buñuel. Los que siempre la veíamos ya sabíamos que la Gigi salía de compras revolucionando a los transeúntes desprevenidos, habituados a la chatura de la opacidad citadina y cotidiana. Salía a menudo con Donatello, Heriberto, Archibaldo; a veces tironeaba de Clodomiro, Francesco y Guglielmo, no sé cuántos perros tenía. Para mí eran todos iguales, pero ella los distinguía perfectamente y les hablaba como si fueran sus hijos. Y ellos obedecían. Una vez nos contó, divertida, que esos nombres raros habían sido de los mayordomos de ellos, cuando su familia pertenecía a la encumbrada clase argentina de terratenientes, de rancias prosapias provenientes de nuestros insignes próceres argentinos.
Iba maquillada como para entrar a un set, creyéndose ella la primera figura de las épocas doradas del cine. Pero aun así, con esas ingenuas veleidades de actriz del cine mudo, era simpática y dicharachera, alegre y rimbombante, hablaba y saludaba a todo Palermo, hasta a los curiosos que no conocía.
Tenía una edad indefinida. ¡Sólo Dios sabía cuántos años cargaba en sus frágiles espaldas!, portaba la imprecisión atemporal de las mujeres que siempre fueron ricas. Podría tener cincuenta, sesenta o noventa, con un cutis impoluto, acostumbrado a la buena vida, los viajes, a los sabores exóticos, a las buenaventuras que te dan el pase tan solo si tienes muchos billetes en el banco. Tenía el talante de los seres que escanciaron bien la vida, sibaritas sin premuras ni agitaciones, ni problemas irresolubles que una cuenta próspera no pudiera solucionar; ella no corría ni tropezaba en la vida, ella se deslizaba por la existencia, etérea, con la gracia de una gacela, entre los placeres, Chanel Número 5, los recuerdos de profusos amantes, y caviar Beluga.
Se decía que era descendiente de Juan Francisco Borges, abuelo de Georgie, militar y político, primer líder federal de su provincia natal, Santiago del Estero, que había sido fusilado por sus convicciones políticas, por orden de Manuel Belgrano. Su casa era la más señorial de Palermo, nadie sabía con cuántas sirvientas vivía, o cómo era su vida en la vieja casona. Los chismosos decían que de rica no tenía nada, ya que era la última sobreviviente de una adinerada familia, y nadie la asistía; que supo rematar todas las cosas de valor para poder sobrevivir: los cuadros de Modigliani, las porcelanas de Sèvres, los cubiertos de plata Lappa, los marcos de oro, las alfombras persas, los candelabros de caireles, sus joyas.
Un día, la buena de Gigi desapareció.
Tan acostumbrados estábamos a la Gigi, a los efluvios de sus perfumes, al tintineo de sus collares, al bullicio de sus perros, que nos preguntamos qué le habría pasado, porque no la vimos más. Caímos en la cuenta de que nadie tenía ni siquiera un número de teléfono suyo, ninguna conexión, ningún enlace. Lo que nos preocupó. No tenía parientes cercanos; a la servidumbre tampoco la conocíamos. Es que Gigi, a pesar de su locuacidad y extravagancias, era muy reservada. Nunca ampliaba los detalles de su vida privada, para desencanto de las chusmas del barrio. Es que Gigi sabía detectar las preguntas insidiosas o entrometidas. Siempre respondía con una sonrisa “Qui lo sá”, cerrando pícaramente un ojo. El verdadero mensaje era “Eso no te voy a contar ni semi muerta”.
Cuando pasó una semana, el farmacéutico de la esquina quiso proceder. Se armó entonces una junta exprés de vecinos-lo que hacíamos solo en casos extremos, por inundaciones, por incendios, por robos, o algún homicidio o suicidio que desafortunadamente ocurrían, aunque muy de vez en cuando-.
Ante la ausencia prolongada de Gigi, decidimos que un vecino denuncie a la policía. Lo que descubrieron en la vieja casona, les heló la sangre. Fue motivo de charla por años, en los negocios, en las comidas, en las peluquerías, entre las chismosas del barrio.
Tiraron la puerta abajo. Y vieron algo espeluznante, un cuadro de horror y desgracia. Los cuartos, infectados de hedor; los perros hambrientos y sucios deambulando por la casa, entre sus heces, vómitos y ríos de sangre seca. No había cuadros, ni alfombras, ni cristales. Era como la tierra de nadie, el escenario de una añeja y sangrienta guerra. Por allí pasó una inmensa guadaña, y arrastró todo: las alcurnias, las finezas y los antepasados ilustres.
Una desvencijada camita de colchón deformado por el uso, una mesa de madera maltratada por el tiempo, dos sillas de paja, y un viejo espejo ovalado, mohoso y sucio, era todo el mobiliario existente. En otra habitación, en un palo largo se acumulaban sus vestidos olorosos de naftalina, sus sombreros desteñidos y sus falsos collares de perla.
¡Pobre Gigi! ¡Cuánto le habrá costado mantener una vida irreal! ¡Cómo le habrán pesado sus raíces
de doradas apariencias como para pretender llevar una vida acomodada y agraciada! Cuando en realidad era tan triste su vida: soledad y privaciones, tan solo añejos recuerdos de un pasado esplendoroso de riquezas y amores.
Heriberto y Francesco se disputaban el fémur. Guglielmo y Clodomiro masticaban, gustosos, los últimos restos del omóplato, todavía con algo de carnes desgarradas. El cuero cabelludo arrancado a dentelladas, yacía en el piso, como signo de un horrible cuadro macabro. Todavía conservaba sus manos, en unos brazos triturados que eran masas deformes de sangre e hilachas de venas. Se notaba que quiso defenderse, pobrecita.
Más allá estaba tirado el frasco de Chanel número 5, que Dios sabe de dónde lo habrá sacado, roto sobre una vieja alfombra raída; y un revoltijo de sus maquillajes, polvos y coloretes, fieles amigos en los últimos regodeos de su coquetería, que nunca perdió.
Triste destino el de la Gigi. Me hizo pensar en tantas cosas. En que hay amores imposibles. Amores traicioneros. Amores no correspondidos… que hay amores que matan.