Por Diana Nieves
No puedo dejar de ver esta pintura. Desde que compré ese libro viejo en la tienda que frecuento no he podido dejar de hacerlo. Soy una mujer sencilla, nunca me he inclinado por la pintura, conozco poco de cuadros y artistas, pero en cuanto vi su portada supe que estaba destinada a mí. Cuando Mario sale aprovecho esos momentos de tranquilidad, como ahora, para pasar mis dedos sobre la lisa portada, hojearlo hasta encontrar esa imagen más amplia y observarla sin prisas.
El cuadro es La Venus de Urbino, pintado por un tal Tiziano en 1538. En él, Venus completamente desnuda está semitendida sobre un lujoso lecho color vino cubierto por una sábana blanca, mientras sostiene en su mano unas flores de color rosa fuerte. A sus pies, un pequeño perro de color blanco con manchas cafés descansa apacible y enroscado en sí mismo. Esta es la parte más iluminada del cuadro. Detrás, los colores se vuelven un poco más oscuros; en el fondo de la habitación hay dos mujeres vestidas, una hincada frente a un baúl aparentemente buscando algo, mientras la otra está parada junto a ella cargando un vestido en su hombro. Me da la impresión de que son parte de la servidumbre. Al lado izquierdo de ellas hay una gran ventana con un pilar en medio y una maceta, en su fondo un árbol con un paisaje de gris y amarillos a punto de apagarse. El día está por terminar. El contraste de luces y oscuridad es impresionante pero no es lo que amo de esta pintura, es esa mujer.
Esa mujer desnuda en medio de la habitación llena de luz, pero es su cuerpo el que me cautiva. Recargada sobre la almohada, sus cabellos dorados cubren sus hombros para dejar al descubierto sus pequeños y erectos senos. El cruce de sus piernas resalta sus muslos gruesos y carnosos. Sobre ellos, su mano cubre delicadamente su sexo, es el único pudor que se permite. Lo más maravilloso está arriba de él: su vientre abultado, redondo, infinito. La modelo no parece expuesta, se muestra coqueta y satisfecha. Se sabe bella y deseada, por eso posa orgullosa. Sonríe provocativa a quien la admira. No recuerdo haber visto nada igual. No se parece a las chicas que veo en Instagram o Facebook cuando deslizo el índice hacia arriba en la pantalla de mi celular. Su cuerpo es como el mío. Ellas, el vientre plano y a veces musculoso. Nosotras, vientre esférico y turgente.
Siempre fui delgada pero nunca plana. Incluso, cuando bajo de peso ese bulto horrible sigue conmigo como si fuera una parte vital de mi anatomía, se empeña en permanecer. Hice de todo: planchas, abdominales, dietas, tés milagrosos; nada funcionó. Hasta que un día me di por vencida y acepté que jamás se iría. Sólo evitaba la ropa ajustada, faldas y vestidos que pudieran revelar mi defecto. Claro, no faltaba quien me lo recordara. Mi madre y mis amigas hacían comentarios sutiles pero filosos: “se te nota mucho la lonja, mejor ponte otra cosa”, “haz una dieta, seguro te baja la panza”, “eres bonita, lástima tu vientre”. Yo sólo trataba de ignorarlas pero esas palabras se quedaban dentro de mí. Cuando creía haberlas olvidado, salían de golpe, tocando fuerte. Como cuando me invitaban a ir a la playa o a fiestas. Pensar en meterme dentro de un traje de baño o un vestido entallado y quedar expuesta con un estómago prominente, me aterraba.
Cuando miro a Venus, ya no me siento como un engendro de cuerpo obeso. Soy bella y deseable como ella. ¿Por qué las mujeres así ya no son consideradas hermosas? ¿Qué obsesión nació de nuestra especie por el vientre plano? No me parece natural. Es decir, ¿a dónde se van las tripas, el estómago y el bazo? ¿Dónde guardan esas mujeres sus órganos? Dicen que la naturaleza es sabia, nuestros cuerpos se cubren de vellos en ciertas zonas para protegernos de bacterias externas y evitar enfermedades. A las mujeres nos crecen los senos para amamantar y nuestros sexos albergan el cálido hogar para un nuevo ser. He conocido a pocas mujeres con un abdomen liso natural. Si hay tantos cuerpos divergentes, ¿por qué soólo algunos son deseables? ¿Por qué yo no soy deseable y seductora como Venus?
Cuando conocí a Mario todo fue diferente; al fin me sentí guapa y deseada. La química de nuestros cuerpos era embriagante. Los primeros meses pasábamos horas en su departamento haciendo el amor. Siempre había algo nuevo y excitante que probar. Nos enamoramos. O eso creí. A los ocho meses nos mudamos juntos, era lógico, ¿no? En ese tiempo a él lo ascendieron en la revista como editor principal. Yo, aparte de las clases que impartía en la mañana para la secundaria, decidí tomar otro turno en una preparatoria por la tarde. Estábamos tan ocupados que no teníamos tiempo para cocinar ni limpiar. Comíamos en la calle y pedíamos comida rápida para la cena. Ambos subimos de peso, pero, al parecer, era más evidente en mí porque todos nuestros conocidos comenzaron a comentarlo.
En la cama mi metamorfosis parecía más evidente. Notaba que mientras estaba sobre él y movía mis caderas encima de su sexo, Mario evitaba a toda costa verme el abdomen. Y cuando lo descubría observándolo parecía hacerlo con asco, rápidamente me quitaba de encima, me volteaba y me penetraba por detrás. Después, cada vez que hacíamos el amor evitaba las posiciones de frente, siempre tenía que darle la espalda. Eso me hizo odiar esta nueva forma. Una noche, Mario llegó con un regalo. Imaginaba algún libro o un disco de los que tanto le hablaba para que me los comprara. Vaya mi sorpresa cuando me dio la bolsa de compras y descubrí su contenido. Era un corsé de color blanco, hermoso, pero una faja al fin. Supe lo que pretendía. Me insistió para ponérmelo y lo hice. Era incómoda, sentía que sus costuras se me enterraban y me abrían la piel. Mis senos se ahogaban en ese pequeño espacio y el encaje me daba comezón. Después de meses de no hacerlo cogimos de frente. Esta vez, estaba muy excitado. Acariciaba mi falso vientre continuamente mientras yo saltaba sobre él. No paraba de decirme que me veía hermosa con eso puesto y que esta vez me lo haría con ganas. ¿Con ganas? Acaso en todo ese tiempo, ¿el sexo había sido una simple obligación para él? Confirmé que mi cuerpo ya no lo provocaba como antes. Me odié más.
Venus, tú que estás en esta pintura sabes que el mundo no es para nosotras. Estás ahí iluminada, radiante, hermosa. Estar ahí te vuelve inmortal y , aunque expuesta, eres libre del escarnio de la gente. Ellos te ven bella y lo harán por la eternidad. Acaricio tu vientre con el índice, mientras tomo el mío con mi mano. Somos iguales, contemplarte me hace ver en mí lo que los otros no son capaces. Quisiera quedarme así para siempre, tú y yo en nuestro mundo de luz y contraste. Pero no es así y nunca lo será. Hace poco leí que el ser humano para sobrevivir está continuamente adaptándose, tal como lo dijo Darwin con los animales. Para pertenecer y vivir hay que hacerlo. Por eso tomo estas tijeras mientras te observo, cortaré mi vergüenza y este vientre prominente desaparecerá. Las dos seremos admiradas y deseadas. Tú en tu mundo y yo en el mío. Seré luz como tú.