Déjame ver, las mariposas de cristal

Por Ana Korea Espinoza Ortega.

Viviendo entre rosas y espinas conocí la verdad: No hay mariposas de cristal en este mundo.

Hace mucho tiempo mi nana me contó una historia: “Si eres una buena niña, te visitarán las mariposas de cristal”.

“¿De cristal, nana?” Yo pregunté y ella, sin la menor vergüenza de engañar a un niño, respondió que sí: “Mariposas de cristal, las más hermosas que alguna vez podrás ver, con alas tan finas que sus aleteos son silenciosos y colores que se reflejan a través de la luz, como un hermoso ópalo”.

En ese entonces no sabía cómo era el ópalo y no me importaban los aleteos silenciosos, pero quedé cautivada por tan hermosa descripción que inferí sólo por el tono de nana al contarlo, dotándolo de maravilla inclusive a través de mi joven ignorancia.

Cuando tenía ocho años no terminé mi comida, porque odiaba el jitomate. Nana no me obligó a terminarlo, sólo suspiró y dijo: “Los buenos niños terminan sus platos” . . . Y sólo los buenos niños pueden ver mariposas de cristal, completó mi mente en silencio, a merced del constante recordatorio de las antiguas palabras de nana. Tomé el jitomate con asco, no quedó nada en el plato. Lo vomité todo en la noche. Y aunque debería estar preocupada por tomar medicamentos estomacales que odio, lo único que pensé es que aún comiendo algo tan desagradable no podía ver las mariposas de cristal. Tal vez aún no era lo suficientemente buena como los niños deben ser.

Cuando cumplí doce años me vino la regla. Nana me enseñó a usar toallas sanitarias, tomar tés de manzanilla e infusiones, pedir permisos “especiales” a las maestras y a estudiar aún con cólicos. Me traía chocolate y me ponía cobijas, feliz de que fuera una buena estudiante. Cuando en la escuela sufría dolor por los cólicos, sólo tenía que acercarme a alguna maestra o enfermera para informarle de mi situación, con la debida prudencia, como nana me enseñó. Luego esa persona me ayudaría. Muy sencillo de aprender, muy sencillo de recordar. Caminando por los pasillos hasta la enfermería, veía con tristeza los rayos del sol burlándose de mí, demostraban con su calidez que, aunque ellos existieran, no traspasarían con delicadeza las alas de las mariposas de cristal, para hacerlos parecer bellos ópalos.

No puede ser, ¿aún siguiendo todas estas instrucciones, no soy una buena niña?

Cuando cumplí catorce años nana me enseñó a cocinar. Yo hacía platos deliciosos para ella y para mí cuando sus dedos no podían moverse y le dolían las articulaciones. Ponía una carpeta para ella en la mesa y otra para mí, ambas muy lindas. Nana me dijo que esta vez debería agregar dos carpetas más, porque los tíos vendrían a comer. Las agregué e hice la comida, cuando terminaron de comer me dieron las gracias. Recogí cada carpeta, las guardé y lavé los platos, porque las manos de nana no se encontraban bien. Hice mi tarea, estudié y me bañé. Esa noche, como todas las demás, no me visitó ninguna mariposa de cristal, tal vez me estaba volviendo vieja.

Cuando cumplí dieciséis años tuve mi primera pelea con nana. Quería aprender a conducir, pero nana no podía enseñarme porque no sabía y mis tíos no me ayudarían si nana no daba el permiso. Al principio estaba tan molesta con nana que no le hablaba, fue sólo tiempo después que comprendí, escuchando a escondidas y por error, que fueron mis tíos quiénes le dijeron a nana que no era correcto que una muchacha aprendiera esos oficios, que debía centrarme en estudiar y que ellos podían llevarme y traerme en el carro, porque para eso estaban ellos. Nana sólo aceptó en silencio, pero sabía que aunque los tíos no lo dijeran, todo habría sucedido exactamente igual.

En esas fechas sólo podía pensar que si miraba a una maldita mariposa de cristal, la encerraría para arrancarle las alas y que no pudiera atormentar a más niñas.

Cuando cumplí dieciocho años nana falleció. En realidad ya era muy vieja y me cuidaba mucho porque no tenía padres.

Mis tíos organizaron un funeral pequeño y limpio, me dijeron que de ahora en adelante las cosas serían un poco más difíciles porque nana no estaría y había mucho que hacer en casa y gastos que mantener.

Mi tía política se acercó a mí días después, para instruirme acerca de cómo debía lavar la ropa y manteles para que no se mancharan, recordarme que debía barrer con tales artificios de limpieza y cómo podía remendar ropa. Yo lo aprendí sólo para no ser grosera, pero no entendía para qué me serviría eso si yo iba a estudiar Derecho en la universidad.

Mis tíos dijeron que el dinero no alcanzaba. Que no podría estudiar una carrera. Pero yo me enteré, así como me enteraba de todo lo que no debería saber y de todo lo que sabía sin querer hacerlo, que no faltaba dinero sino voluntad, o tan sólo tiempo. Eso es lo que entendí cuando los escuché decir que “era una pena que alguien tan joven debiera quedarse en casa para ayudar, pero que después de todo no había nada que se pudiera hacer, si es lo que me tocó ya que nana no estaba más y la tía política se ocupaba cuidando a los niños por la tarde”. En ese momento no sentí rabia, porque nana se había encargado de que no notara nada anormal. Sin embargo, eso no evitó que sintiera un vacío en el pecho, tal vez porque nana no me enseñó qué hacer con él, o porque ella tampoco supo cómo lidiar con ello.

Creía que era injusto que todo eso pasara, no quería enojarme con nana por dejarme esta carga y abandonarme, pero tampoco quería renunciar a mis deseos.

Por la mañana limpiaba y dejaba la comida hecha, en la tarde trabajaba y por las noches tomaba clases en la universidad. Tuve que elegir una carrera que se ofertara en ese horario, por lo que renuncié a Derecho. Estaba bien mientras pudiera estudiar, o eso me repetía.

Cuando cumplí veinte años mi rutina terminó cobrándome factura. Dejé las clases de la universidad que tomaba en las noches porque no pude ponerme al corriente con las asignaturas, no abandoné mi trabajo porque la casa se había acostumbrado al ingreso qué aportaba, que era necesario. Las mariposas de cristal no cruzaban por mi mente ya, y la cara de nana comenzaba a desdibujarse, como se desdibuja lo que en el olvido se pierde.

Cuando cumplí veinticinco años volví a recordar a las mariposas de cristal. De la boca de una prima, que arrullaba a su niña de cuatro años: “Si eres una buena niña, te visitarán las mariposas de cristal”.

La niña pequeña parecía aún no entender, pero daba una sonrisa tonta ante las palabras “mariposas de cristal”.

Un fuego subió por mi pecho, mis manos callosas y maltratadas no parecían tan viejas y sentí que aún podía luchar por lo que deseaba. Pero eran las dos de la tarde y si no empezaba a hacer la comida a esa hora, no estaría lista. Me levanté y comencé a picar la verdura y el fuego en mi pecho se apagó mientras encendía el fogón.

Cumplí treinta años, me enamoré. Era un hombre igual a cualquier otro, sin nada especial, pero era mi primer amor y eso lo hacía diferente a los demás. Nos casamos en noviembre y tuve a mi primer hijo en julio. Aunque nunca había tenido niños, había cuidado a tantos primos y sobrinos que no se me dificultó la tarea, casi creí que estaba hecha para eso.


Cuando cumplí cuarenta años ya tenía tres hijos, un varón (el mayor) y dos niñas. Mi esposo les enseñaba en casa cosas que yo no podía, como avances que veía en las noticias o les ayudaba con sus tareas de la escuela que cada vez eran más difíciles para mí. Cuando mis niñas cumplieron diez años les enseñé a cocinar y a poner las carpetas, por su parte mi esposo le enseñó a mi hijo a manejar y a arreglar el carro. También tuve esa charla especial con mis niñas, para cuando ocuparan pedirle ayuda discretamente a alguna maestra o enfermera en la escuela.

Cuando cumplí cincuenta años, mis tíos y tía política ya tenían sus tumbas junto a la de mi nana, y aquellos tiempos donde vivíamos bajo la misma casa me parecían tan lejanos como las historias infantiles que nana me contaba. Mis manos ahora estaban arrugadas por la edad, y no por mis labores, aunque mis labores las marchitaron más rápido.

A los sesenta todos mis hijos estaban casados y tenían a sus propias familias. De todos mis nietos sólo había conocido a Margarita, porque mi hijo me pedía que le ayudara a cuidarla.

Cuando cumplí setenta mi amado esposo ya había fallecido, esperando por mí algún día. Yo tenía a una de mis bisnietas en brazos, mientras la sostenía y arrullaba, palabras que ni siquiera sabía que tenía afloraron de mis labios agrietados por la edad: “No existen, las mariposas de cristal”. Pero yo era tan vieja y mi bisnieta tan joven, que esta verdad simplemente pasó como un delirio más.

Nunca necesité ser una “niña buena” y nunca quise serlo, pero ahora que mi cuerpo no puede continuar, pude entender que este peso en mi pecho, que nunca se fue, es una insatisfacción que nunca podré terminar de comprender, porque ni siquiera la ilusión de ver las mariposas de cristal se acerca remotamente a la posibilidad de soñar, que no me enseñaron, que nunca aprendí y que no sé cómo llorar, porque la pérdida no me enseñó, qué fue lo que perdí. Dan las dos y media, con mi bisnieta en brazos, me levanto lentamente y con esfuerzo, para entregar a la niña que mis nietos habían venido a recoger.

Tengo setenta y cinco años, no creo poder llegar a un año más y tampoco lo deseo, creo que los demás también lo saben.

Aunque no soy tan tonta como para seguir creyendo en lo que alguna vez creí cuando era una niña, sé que la ilusión y el deseo pueden brotar de la desesperación de mis últimos esfuerzos, de la esperanza de saber que lo he hecho bien y de que no me arrepiento de nada, aunque lo hago. Así que, por una sola vez en la vida, antes de que mis ojos fallen o mi cuerpo deje de moverse, por favor déjame ver, las mariposas de cristal.

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