Reflexiones sobre la autenticidad y la vulnerabilidad en la escritura
Por Fernanda Cisneros
Mujeresaladas | La Paz, Baja California Sur.- ¿Nunca han leído el diario de alguien o alguna larga carta sin enviar? De algún familiar o de alguna escritora famosa, leer palabras intencionadas para quedar en la penumbra se siente como una pequeña violación a la vida interna de dicha persona.
Ya sean las cartas de Van Gogh, Emily Dickinson o Kafka; los diarios de Sylvia Plath o de Virginia Woolf; aventurarse en sus palabras es una maravillosamente triste experiencia que siempre deja en mí la sensación de pertenecer a una zona éticamente gris. Esto no quiere decir que sugiera omitir la lectura de estos documentos, pues hacerlo representaría una pérdida esencial de las cosmovisiones de estas personas que, a fin de cuentas, llevan tiempo muertas.
Por lo menos eso es lo que me digo al aventurarme a la lectura de un nuevo diario o trabajo epistolar. Estas últimas semanas he pensado mucho en la idea de un diario. Nunca he tenido uno en el sentido estricto de la palabra, es decir, un cuaderno en donde registre mis actividades e ideas día con día. La inconsistencia es uno de mis obstáculos en la vida y la escritura —ficcional o no—, no se sirve sólo de pequeñas rachas de producción.
Con este patrón de comportamiento, un diario siempre ha sido una imposibilidad para mí. Sin embargo, la conciencia de mis propios obstáculos nunca me eximió de intentarlo. Tengo en mi librero una serie de cuadernos que casi son diarios.
El cuaderno negro en el que anoté los dolores de crecimiento de mi adolescencia y que abandoné cuando el riesgo y la paranoia de que alguien en mi familia diera con él fueron demasiado. Después de este, encuentro el cuaderno embrujado donde desahogué todas las ideas que me asfixiaron durante la pandemia. No me gusta pensar en releer lo que dejé en sus páginas y continuar con él después de que terminó la cuarentena prolongada parecía un presagio de mala suerte.
Tras estos dos, siguen una infinidad de intentos fallidos por dejar alguna marca de mi existencia personal por escrito. En la edición vigente de esta libreta —un cuaderno café de piel falsa con el logo de Hogwarts grabado en dorado—, escribí en su tercera página: “Este año decidí que aquí escribiré mi vida, mi no vida y todo lo que aparezca en medio. Decidí que poco me importa si no tengo letra linda [mi manuscrita siempre se ha compuesto de patas de arañas] ni versos pulcros; quiero un registro. Tengo mala memoria de mí misma”.
Fallé estrepitosamente en mi propósito de ese año. Aunque de todas las libretas esta ha sido la más exitosa, sólo tengo anotadas alrededor de veinte hojas de las ciento cincuenta que la componen. También debo añadir que en mi teléfono tengo una aplicación de escritura, y en ella, una subcategoría dedicada únicamente a la libreta personal, si bien sólo tengo ocho notas guardadas.
Creo que lo que vuelve a un diario una pieza de escritura tan particular es la misma cualidad que me impide mantener uno: la falta de ficción. Con esto no pretendo insinuar que un diario está compuesto exclusivamente de verdades.
Si lo pienso bien, creo que toda nuestra vida gira en torno a la ficción —a las historias que vemos, que inventamos y que nos contamos sobre nosotros mismos y sobre lo que percibimos con los sentidos—. A pesar de ello, en un diario tenemos tan pocas capas de ficción tras las cuales escondernos que resulta extrañamente aterrador escribirnos.
Sé que no soy la única con este problema. En una de las primeras clases con Mónica, maestra y colega de la revista, Marisela —nuestra colaboradora a distancia— comentó que nunca había intentado escribir con la intención de ser leída porque le daba miedo saber que escribir es dejar una parte de nuestra esencia, dijo: “no quiero que me lean, que me conozcan tan profundamente sin que yo pueda controlarlo”. Por otro lado, hace algunos días, mi colega Elisa compartió una frase que resonó y precipitó estas reflexiones: “un día nos miraremos al espejo y será el día más feliz o el más triste de nuestras vidas”.
Creo que un diario es un espejo, y creo también que no estamos acostumbrados a hablarnos a nosotros mismos y sobre nosotros mismos con la franqueza que un diario requiere. Quizá por eso los diarios en la literatura sean tan escasos entre hombres; las construcciones sociales en las que hemos vivido no suelen fomentar tal exploración emocional y sincera en ellos. Por otro lado, también es cierto que se suele desestimar dichas expresiones personales en quienes las realizan. No es hasta que alguien se vuelve famoso o muere que sus espejos y reflexiones son tomados como los documentos vitales que son.
Por eso, aunque incompletos, sinsentido, antipoéticos y compuestos de patas de arañas, manchas de café y lágrimas, creo que nunca dejaré de intentar registrar mi espejo de palabras; para que, algún día, cuando me haya olvidado de mí y el miedo sea ya una cosa controlada, pueda verme reflejada y saber que debajo de tantas ficciones e ideas, existo.