Editorial I. Si mis palabras son espejo… No sé si quiero verme. 

Por Fernanda Cisneros

Mujeresaladas | La Paz, Baja California Sur.- Las palabras son a la vez mi mayor interés y mi único problema. Con ellas se construye y se inventa el mundo. Las colecciono como quien recoge conchas a la orilla de la playa. Cuando niña las catalogaba en mi mente; era como tener en la cabeza una caja infinita que llenaba con palabras divertidas, palabras que supieran bien al pronunciarse, o que se refirieran a cosas específicas e inusuales, todas estas palabras terminaban en mi libreta infinita. 

En aquella época, poco me importaba compartir mi colección de palabras; me traía sin cuidado saber que mi vocabulario era avanzado para mi edad y, francamente, no me interesaba en lo más mínimo si los libros en que gastaba mis tardes eran adecuados para una niña de primaria. La escuela, los maestros rígidos con cuadernos llenos de números y las métricas arbitrarias de la SEP estaban lejos de mi mente cuando se trataba de mi colección de palabras. 

Con el paso de la vida me di cuenta de algunas cosas: la primera y la más sorprendente fue la revelación de que no todos a mi alrededor caminaban con una cajita de palabras en la mente y que, de hecho, la mayoría de las personas no sentían una tristeza particular ante la idea de olvidar una o varias de las palabras interesantes que habían escuchado en el día; peor aún, recuerdo mi horror infantil ante la revelación de que, de hecho, estas personas de mi infancia no prestaban mucha atención a las palabras con las que se inventaban la vida.

Hace años de esta revelación. Ahora, mi caja de palabras se volvió un glosario personal que guardo en mi computadora, pues la vida que llevo me la inventé demasiado grande para guardarlas sólo en mi memoria. Los libros que leía en mi infancia definitivamente no eran “apropiados” para mi edad, pero la biblioteca de mi casa nunca estuvo limitada por palabras tan restrictivas como “apropiado”. Ahora, estudio literatura y leo los libros que me placen, bajo el mismo criterio de toda la vida: me parece interesante, inusual, bizarro, ergo, perfecto para leer. 

La compulsión por las palabras se transformó en un impulso por escribir. En mi vida inventada, mis posibilidades de convertirme en escritora eran tan infinitas como la posibilidad de adquirir nuevas palabras para mi colección. En la vida real, esta vida colectiva que nos inventaron, heredaron e impusieron, las posibilidades de mi carrera como escritora se vieron delimitadas por palabras pesadas de significados trucados: dinero, carrera, academia, corrupción, queer, competencia, capitalismo, mujer… Éstas palabras como fantasmas que, inevitablemente, te jalan los pies en la noche, se aparecieron ante mí en cuanto impulso por escribir pasó de un sueño infantil a una pretensión seria. 

Pasé largos años en una batalla silenciosa con las palabras, tratando inútilmente de encontrar en algún libro las respuestas al porqué la vida colectiva era tan distinta a la vida que yo me había inventado. Supuse que había sido yo quien se había inventado mal la vida. En mis libros encontré sólo ecos; a mi voz se le unieron otras tantas voces empolvadas y me di cuenta de que no era sólo yo quien tenía problemas con la vida colectiva. Debí tener como trece años cuando me di cuenta de que no podíamos ser tantos con la vida mal-inventada, que había algo más que no estaba viendo. 

La vida siguió pasando mientras yo leía preguntas y me inventaba respuestas. Continué expandiendo mi colección de palabras y comencé a escribir cuento; pero qué complejo es escribir algo congruente con tal abismo entre la vida inventada y la vida colectiva. De pronto, las palabras que había guardado ya no parecían divertidas, gustosas o inusuales, de repente estábamos mi página en blanco y yo luchando por encontrar las palabras apropiadas. 

La realidad es que sigo en esta batalla. Escribir me cuesta mucho más que leer porque en mí centro encuentro todavía las dudas impuestas por la vida colectiva. Me pregunto constantemente si mis palabras son adecuadas, si las ideas e historias que busco expresar no son demasiado simples, demasiado mías, como para que algún lector imaginario comprenda y sienta lo que digo.

Encontrar el espacio desde donde surge esta revista ha sido uno de los pocos regalos que me ha hecho la vida colectiva. Encontrarme con mujeres vivas, presentes y reales que, como yo, comparten el impulso creador y la disonancia con la vida colectiva ha reanimado en mí las ganas de escribir, de establecer conexiones profundas para intentar salvar la distancia entre lo que me he inventado y aquello que puedo tocar. Hablando con mis colegas —mis amigas, mi tribu, mis hermanas de creación—, me encontré con el mismo miedo de siempre. Esta pregunta existencialmente inconveniente de si vale la pena producir algunas palabras que, más que puertas para escapar la vida colectiva, sean espejos para vernos a los ojos. 

Esta editorial surge del miedo particular de verme reflejada en mis palabras. Espero que tú, lectora imaginaria, encuentres en mis palabras y en nuestra revista algún eco que dé consuelo a tus preguntas, porque me temo que aún no me he inventado una respuesta.

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