Por Raquel Pietrobelli

Han pasado tantos años…pero nunca lo olvidaré. Un ramalazo agridulce me anega el alma cada Navidad, y una sonrisa me gana, a veces contaminada con alguna lágrima fugitiva y no deseada.

Paso por las vidrieras encendidas de colores y brillos; como recordándome que se vienen las fiestas y que debemos danzar en purpurinas y bolas luminosas y pandulces de papeles colorinches, y regalos y brindis y burbujas y cohetes y deseos estrenados. Y arbolitos.

Es allí, justo ahí, cuando el corazón se me detiene..

Fue la desilusión más grande de mi vida y pienso ¿Ya me curé? ¿Hoy lo puedo hablar, indemne a la
tristeza? ¿Por qué los recuerdos me vuelven a invadir, intrusos, todos los años, años tras años? Vienen a mí, como incrustados en mi corazón, los recuerdos… Me acuerdo del tren que nos traía la bulliciosa ciudad al pueblo, donde había pavimento, luces, helados, circos y payasos, y calesitas.

También nos traía las revistas, cada lunes. Y era descubrir en esas páginas satinadas, un mundo lejos. Pero tan lejos. Era época de ensueños. Mirar una foto en las revistas y divagar que estábamos allí. Los edificios, los autos, las tiendas con maniquíes sonrientes, la gente elegante, las tiendas gigantes, los bares con música y gente feliz, los autos lustrosos. Pero yo no sentía tristeza precisamente. Tenía conciencia de que existía ese otro universo ¡que estaba tan lejos de nosotros! pero yo sabía que, quizás, algún día nos tocaría. Algún día lo íbamos a alcanzar. Seguro.

Nosotros, yo y mis nueve hermanos, éramos felices igual.

La felicidad del pobre. No teníamos heladera, ni luz, ni Internet, ni auto, ni Nintendos, ni vacaciones, ni piscinas, ni tele, ni fast food, ni cines, ni peloteros.El mundo se remitía a la llegada del tren, a la escuela, la placita, las kermeses de la iglesia, y la carrera de embolsados los 25 de mayo, algún cumpleaños, alguna que otra comunión.

Yo me sumergía en esas revistas que proclamaban otro mundo: “Radiolandia”, “Idilio”, “Para Ti”, “El Tony”, “D’Artagnan”, “Intervalo”… Me acuerdo que ya leía, embelesada, las historietas magníficas de Robin Wood: “Pepe Sánchez”, “Nippur de Lagash”; los maravillosos cuentos de Poldy Bird, que me transportaban a la estratósfera.

Nunca tuve un arbolito de Navidad, y veía en esas revistas cómo los artistas festejaban las fiestas al lado de esos árboles maravillosos, aparecidos de un cuento de hadas. Estaban siempre en una esquina, refulgentes, irradiaban felicidad, llenos de luces, con guirnaldas danzantes, paquetes envueltos en celofán de irisados hermosos, con una grandiosa estrella en el copete. A veces con pesebres, los Reyes Magos, el Niño Jesús, los burritos, los camellos. ¡Qué maravilla! Yo deliraba por tener esas cosas, que nunca tuvimos. Creía que solo los millonarios podrían tenerlas.

Un día, mi mamá me mostró la rifa que hacía la escuela, sorteando plata. Me prometió que, si sacábamos la rifa, me compraría un arbolito. Mandaría a buscar todo a la ciudad Yo ya no podía dormir, fantaseando sobre las cajas y cajas que el milagroso tren me traería. Cómo lo armaría, cómo serían las bolas brillantes, cómo las serpentinas plateadas, cómo los Reyes Magos, cómo el camello ¡Qué locura decirle a mis amigos que vengan a mi casa a ver el pesebre! Ya deliraba de cómo me envidiarían mis compañeros de la escuela, mis vecinos, mis primos.

En los últimos días de clase, un día, vienen mis hermanos y me cuentan, alborozados, que yo había
sacado el primer premio. Hasta hoy me acuerdo que me reí y lloré de felicidad a la vez. No dormí toda la noche pensando en todo lo que haría con esa plata, era la plata que me abriría el camino a la felicidad, y me la había mandado el Niño Dios, pensé. Al día siguiente fui a la escuela y reclamé mi premio a la maestra, y me dijo que ya se había entregado el premio, que yo no era la beneficiaria.

Al volver a mi casa, destrozada, me enteré que mis hermanos me quisieron hacer una broma. Lloré por una semana y no hablé con mis hermanos por un mes.

A través de los años comprendí que solo había sido una travesura de niños. Ellos nunca llegaron a
tener la dimensión de lo que yo me había ilusionado con ese arbolito, lo que había planeado con ser
“millonaria” una Navidad, aunque sea. Nunca entendieron por qué lloré tanto. Era mi infancia hecha trizas. Eran cenizas de una crueldad que ni siquiera soslayaron que mataría ferozmente mis sueños de niña pobre, de pueblo perdido en esos caminos polvorientos.

Los años pasaron. En algún momento nos vinimos a la ciudad. Mis revistas favoritas dejaron de aparecer, con ellas se esfumaron mis mejores amigos. Apareció ese mundo de pavimentos, de ruidos citadinos, de gente diferente, de vidrieras iluminadas y carteles de neones. También me enteré que los Reyes Magos eran una farsa, descubrí que los pandulces ya no se hacían en los hornos de barro, y que el tren de mi pueblo dejó de funcionar; que Patoruzito ya no vivía en el sur, y que Popeye el Marino no comía espinacas para tener superpoderes.

Descubrí que las charlas, los mimos, las revistas de historietas, la rayuela, la embopa, la búsqueda del tesoro, el gallito ciego, las canicas de cristal, las muñecas Pier Angeli, todo, todo fue reemplazado
por un aparatito mágico, llamado “celular”. Tuve otras Navidades, con muchos arbolitos, con muchos paquetes relucientes. Pero nunca, nunca, pude secar del todo esas lágrimas que derramé cuando era niña, cuando esperaba todo de la vida como se espera una inmensa, azucarada y maravillosa piñata de cumpleaños.

Siempre sentí tristeza por esa nena que fui, por esa felicidad que no tuve, por esas esperanzas marchitas, por la inmensa dicha que perdí, vestida con los dolorosos ropajes de la pobreza que no tenía que ver con la plata, sino con los opacos mundos de los sueños rotos.

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