Por Ana Korea Espinoza

El invierno es temporada de bengalas. Pequeñas estrellas que florecen en las manos más frías, para dotarlas de calidez, durante el breve instante en que están vivas.

Cuando mueren, son tiradas al suelo. Remplazadas por otra exáctamente igual, y su noble sacrificio, se convierte en una burla que sólo ellas pueden ignorar.

Cuando brillan, son eternas. Explotando en una belleza inalcanzable, que perece bajo el mismo halo en el que nace.

Las bengalas del piso, secas y muertas, son capaces de mirar a las estrellas del cielo nocturno. A diferencia de ellas, cuando caen, ofrecen milagros.

Sostengo la bengala entre mis dedos, aún sin prenderla. Los extraños que me la ofrecieron, continúan prendiéndolas, una tras otra, parecen muy animados. Sus risas no tienen sonido, y los clips editados de sus celulares, inundados por canciones en un futuro, tampoco mostrarán el sonido que nunca escuché, el de sus voces, el de sus risas. Tal vez es porque están demasiado lejos, a una bengala de mí. 

Obesrvó el palito negro, lleno de polvo de hierro. Es áspero al tacto, parece tan insignificante sin el fuego que le dota de su único momento de valentía. Es fea y se esconde entre mis dedos para que no la vea, suplicándome que la encienda, suplicándome que la mate “¿Vale la pena?” Le pregunto. Pero se niega a responderme, permanece callada. Poco a poco voy entendiendo que no es porque no pueda hablar, sino porque no quiere hacerlo. Está enojada conmigo. 

En cuclillas, la depositó en la nieve, a un lado de mí. Comparo si su cuerpo es igual a aquellas que ya fueron quemadas y dejadas atrás. Con sorpresa, veo que no lo son. La bengala sin encender parece un desperdicio, y las que fueron prendidas, no parecen, lo son. En un tiempo de posibilidad y hechos, la bengala que dejé en el suelo guarda el mismo potencial, que puso fin a las otras.

Tengo frío, si no entro pronto, los demás saldrán a buscarme. El grupo de extraños se fue hace tiempo, una vez que quemaron toda su caja de fuegos artificiales. Que tonta, ni siquiera tengo fuego, olvidé pedírselos. Debato si entrar  por un encendedor, pero no quiero hacerlo. Dentro, aunque las paredes son cálidas, existe un frío diferente. Una vez que regrese, este momento desaparecerá para siempre. Pero sin fuego no podré encender la bengala. 

Sigo el rastro de bengalas muertas de los extraños, entre el resto de cadáveres también hay cerrillos usados. Busco entre todos ellos, en una ordenada fila que alineé para despedir a los difuntos, el cerrillo menos húmedo. Intento encenderlo pero la masa negra sólo se desprende, como un terrón negruzco y desbordado, dejando sólo una triste astilla de madera. Comienzo a sacrificar a los pequeños soldados quemados, uno tras otro, en espera de que alguno encienda. La larga fila se reduce a tres, los miro con lástima y ellos me regresan una mirada de simpatía. Les prometo darles sepultura honrada a sus colegas, en aras de que enciendan. 

El primero, está un poco doblado por la parte de abajo. Es como yo, encorvado. Pretendiendo que puede hacerlo, al igual que los demás. Pongo en él mi deseo «eres mi incapacidad» ¿Puedes encender esta luz por mí? Deslizo su cansada cabeza y cuando el fantasmal humo comienza a brotar, descubro con un vacío en el mismo pecho del cual brota el humo, que no ha encendido. Lo depositó con especial cuidado en el suelo, ahora no hay nada más que él pueda hacer.

El segundo, se encuentra completamente recto, casi perfecto. Pero es el más húmedo. Me recuerda mi desmotivación. Lo miró con un poco de rencor y aún reticente le pregunto “¿Puedes encender esta luz por mí?” No espero su respuesta, el chirrido indica que la llama está por encender, pero el intento perece en cuanto la humedad consume la pequeña lucha, doblo el cerillo con rabia, y sólo una vez que lo veo partido, me arrepiento. Falta uno y parece que lo vio todo. 

El tercero, está astillado. A diferencia de los otros dos, parece más peligroso que yo. Es el que me hace sentir más cómoda. Lo tomo y una sonrisa arrogante comienza a formarse en nuestros labios. Cuando intento deslizarlo, las puntas rebeldes de madera se clavan en las yemas de mis dedos. Duele, pero no me detengo. No enciende. Me he quedado sin cerrillos. En este campo donde se libraron cientos de batallas, sólo quedamos mi fracaso y yo, por lo que no me siento tan sola. 

Clavo la bengala intacta en la nieve. Se yergue sin vergüenza. Y todos los momentos que quería depositar en su efímero brillo, continúan atrapados en mí.

De cuclillas, de espalda a la puerta, la escuchó abrirse. Tardé demasiado en volver. Julia sale con paso apresurado y tira un suéter encima mío, sin dejarme hablar.

–¿Por qué tardas tanto? ¿Qué es eso? ¿Quieres un encendedor? Hay varios adentro. Está muy frío para que sigas aquí afuera– Julia entra nuevamente. Vuelve a mí con el mismo ímpetu de sus palabras. Se sacude con pasos cortos y pesados me indican que se acerca. Extiende un encendedor hacia mí: 

–Aquí tienes bella, apresúrate.

–No tardará mucho tiempo– contesto. Pero no es capaz de entender el significado completo de mis palabras, ni la tristeza que en ellas albergo. Se va después de recordarme de nuevo que entre rápido porque hace frío.

Presiono el pequeño botón y una llama pequeña responde al instante. Sin esfuerzo. Sin lucha. Un azul puro que pretende ser blanco, pero no lo es. Jamás podrá serlo. Acerco la llama hacia la bengala que está clavada en la nieve, la expectativa del momento me impide despegar la mirada de ella, una vez que las llamas toman el polvo de hierro, las chispas comienzan a brotar. Pequeñas y saltarinas, preparándose para su gran debut. En un segundo, su brillo explota en una inmensidad desmedida, como las luces que centellean en el cielo, con la gracia del suelo. Es hermoso. Una belleza que no podrá prevalecer mucho más allá de ella misma. Con desesperación veo cómo se consume la mitad ¿Qué es lo que quería depositar en esta pequeña luz? ¿Qué es lo que quería olvidar? El miedo brota sin ningún sentido, mi mano se extiende sin esperar órdenes, rodea con su gran palma el palo de hierro y lo encierra en un segundo, guardando su danza, sin dejarla llegar al final. 

–¡Pero qué haces!– Julia corre hacía acá. No entiendo porque. Algo húmedo gotea. Julia aparta mi mano con fuerza y comienza a examinarla –¡Cómo puedes seguir sosteniendo eso después de haber gritado de semejante manera! ¡Alberto! ¡Alberto! ¡Trae el botiquín! ¡Se ha quemado toda la palma!

La bengala, con la mitad del polvo de hierro consumido y el resto intacto, permanece eterna. Sin terminar de consumarse, sin desperdiciarse. Creo que he pagado un precio muy pequeño, para salvar su brillo eterno. 

Creo que esta vez, podré salir del hospital.  

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